Como siempre quise construir un puente entre mi alma y la tuya, coleccioné palabras de diferentes formas, colores y tamaños. Las he apilado en mi mente desde pequeña, como adivinando que tendrían una misión fundamental en mi vida futura. Edificadoras o demoledoras, vestidas de crueldad o de inspiración, he acumulado tantas como mi cerebro ha sido capaz de memorizar. Me gusta tejerlas entre sí para crear historias con propósito y escapar así del estrés cotidiano. El resultado final, aunque imperfecto, siempre cataliza en mí un sentimiento indescriptible de felicidad, casi sanador.
Las primeras que recuerdo estaban ahí, vibrando en las cuerdas vocales de mi padre. Tan vitales eran, que casi podía verlas bailar desde su voz hasta mis oídos cada vez que intentaba hacerme dormir leyéndome un poema. Yo tenía tres o cuatro años y había mucho que no entendía, pero presentía, casi por instinto, que cuando se tejen en un orden rítmico, las palabras generan una red de emociones increíblemente compleja. Emociones suficientemente poderosas para sacar al más perezoso de su letargo.
Era tal mi sentido de compromiso con esos poemas tempranos, que le suplicaba a mi padre repetirlos una y otra vez. No importaba que mi corazón de niña no entendiera todas las palabras o todas las emociones que en ellas habitaban. Memorizarlas era un paso esencial en mi oficio de coleccionista. Amorosa y juiciosamente, mi padre siempre me complacía y, a fuerza de repetirlas, quedaban indeleblemente adheridas a mi memoria. Después yo se las recitaba de vuelta, y como la más fiel de las audiencias, mi padre se sentaba en el sillón a escucharme, y al final me aplaudía como si nunca las hubiera escuchado.
De pequeña, mi padre casi siempre tenía un libro de poesía abierto en sus manos cuando me hablaba, y yo estaba convencida de que la vida era un poema de amor, y que las palabras que importan eran las escritas. Sabiendo que las encontraría escondidas en el almizclado olor de su vieja colección de libros, solía pasar el tiempo en el pequeño hall donde estaba la rústica biblioteca, que alguna vez perteneció a mi abuelo y que intransigentemente decoraba una de las paredes de nuestra casa. Iba de un lado al otro, deslizando los dedos sobre los lomos de aquellos libros como si fueran las cuerdas de un arpa, y aquella melodía me obligaba a cerrar los ojos para poder imaginar más vívidamente el tiempo en el que podría memorizar su contenido sin necesidad de la voz de mi padre. Soñaba con el día en que sería yo la escritora, para que mis palabras también importaran.
Aprendí a leer, y como el ave que aprender a volar, fui un poco más libre. Aquellos libros que con paciencia me esperaron en la biblioteca, de pronto fueron más que una colección de hojas con olor a pasado. Poemas que mi padre nunca me leyó me contaron historias de amor, de dolor, y de amor y dolor como términos sinónimos. Amor por alguien. Dolor por perder a alguien. Amor por un país. Dolor por tener que exiliarse en otro país. Me vi reflejada en esas palabras, aún si no había vivido personalmente ninguna de aquellas experiencias que estaban conmoviéndome hasta los huesos. Amor y dolor. Se me ocurrió entonces que podría escribir mis propios poemas. No importaba que nadie fuera a publicarme. Escribir era la puerta que se dejaba cruzar, el túnel que podía atravesar, el rompecabezas que podía armar, el lugar donde otros podían verme tal y como era.
Descubrí entonces que, además de poemas, otras historias se tejían en prosa en muchos de aquellos libros. Y entre más leía, más libre me sentía. Libre, sí, pero más expuesta. Mi padre ya no estaba ahí para filtrar selectivamente las emociones que él me creía capaz de manejar. El, con su instinto paternal sobreprotector, compartió conmigo el amor al que algunos poemas dan nacimiento, pero no pudo salvarme de una verdad implacable: hay mucho más que poesía entre los libros, y este mundo está muy lejos de ser un poema de amor.
Esas emociones que aprendí durante las lecturas de mi padre, a través de palabras que eran siempre gentiles, como la brisa del mar que me susurra al oído el sonido de mis sueños cuando camino en la playa, no son las únicas emociones que existían. Historias de increíble crueldad también estaban ahí, encapsuladas en sofisticadas carátulas de cuero, contadas en palabras que me golpearon como una de esas ráfagas que ferozmente se desprenden de una tormenta. Y esas palabras me mostraron la naturaleza humana en toda su imperfección.
Y cuando mi mundo fue más grande que mi casa, cuando nuevas personas entraron poco a poco en mi vida, empecé a entender que sus palabras, como la de los escritores famosos, también importaban. Esas palabras generaron sentimientos más tangibles, edificaron sueños y, a veces, los rompieron, y así fui formando mi forma de percibir el mundo. Escribir era imperativo. No me gustó el mundo. Era doloroso estar en el mundo. No entendía como encajar en él. encontré en la escritura una forma de desahogo. Ahí, en el papel, podía decir exactamente lo que pensaba del mundo, y a través de ellas también pude verme a mí misma. Ahí pude ser yo misma, a la vez fuerte y vulnerable, idealista e imperfecta. Había entonces, y hay hoy, tanta gente a la que quiero hablarle, tanta gente a la que quería y aun quiero mostrar quién soy, en toda mi imperfección, sin sentir que debo avergonzarme o justificarme. Cómo iba yo a imaginar que llegaría el día en que podría autopublicarme? Y ahora que he podido crear este espacio, quiero darme la oportunidad de escribir sin miedo.
Escribir para los que me conocen y para aquellos que no tienen idea alguna de mi existencia. Escribir para los que me dañaron y para los que me amaron porque, al fin y al cabo, unos y otros me construyeron, y escribir para los que vendrán con puñales por la espalda, o con indiferencia, o con amor y empatía, porque al fin y al cabo siempre habrán unos y otros en este mundo.
Quiero, por ejemplo, hablarle a aquella monja de un colegio católico del que jamás me sentí parte, quien me catalogó como líder negativo a la edad de 6 años, y que desde entonces continuó juzgando equivocadamente mi carácter hasta el día en que finalmente me expulsó. Su indiscutida premonición de que yo no haría “huesos viejos” en el colegio se cumplió 7 años más tarde, como una profecía de la cual era seguro jamás me salvaría. Sus palabras importaron porque construyeron una imagen de mí para las habitantes de ese pequeño mundo que es el colegio y ellas le creyeron. Sus palabras me pintaron como un mal ser humano, y al provenir de su voz de autoridad, me dejaron indefensa. Indefensa pero no sometida. A pesar de la “maldad” que aquella monja retrógrada vio en mí, siempre dije lo que pensaba cuando percibí un acto de injusticia, porque yo necesitaba urgentemente mostrarle quién era yo y lo que mi corazón defendía. Recuerdo que a los 8 años escribí un ensayo sobre los derechos de los niños, con ocasión del Día Internacional del Niño. No podía creer que había sido seleccionado para publicación en el periódico del colegio. Por un día no fui la líder “negativa”.
Por un día fui celebrada por profesores y compañeras. Por un día sentí que había encontrado un oasis en medio del desierto que era mi vida escolar en ese entonces. Mi defensa de los derechos de los niños no fue, sin embargo, suficiente para persuadirla del buen corazón que se escondía detrás de esa imagen de niña “mala” y “pecadora” que la monja gratuitamente construyó de mí, y de la cual por mucho tiempo logró convencerme. Mis palabras no pudieron hacerle cambiar su opinión sobre mí. La idea que ella tenía de mi era inmutable. Me sentenció sin crimen y sin debido proceso. Sin saberlo, sin embargo, me empoderó y alimentó mi pasión por la justicia y la tolerancia, por la aceptación de otros, aunque piensen diferente a mí. No supe entonces el valor de su contribución, pero hoy la entiendo bien, y estoy agradecida.
Y quiero también hablarle también a aquella compañera de colegio que me atormentó con palabras de desprecio que siempre me dejaban pensando qué fuerza misteriosa la llevaba a herir, repetidamente y sin piedad, a quien tanto la admiraba. Ella era todo lo que yo quería ser y que pensé jamás podría: hermosa, bronceada, atlética, popular, respetada. Recuerdo que la gente hacía círculos a su alrededor en el patio del colegio para verla hacer triple saltos mortales. Escondida entre la muchedumbre estaba yo, estudiando todos sus movimientos. Se movía con la gracia de un cisne y era tan talentosa ante mis ojos, que yo sólo podía cerrarlos y soñar lo que se sentiría ser ella. Sus palabras importaron porque se alimentaban de mis debilidades. Tal como yo lo hacía con ella, ella, a su vez, estudiaba también cada uno de mis movimientos, pero con un propósito bien diverso. No había nada bueno que ella pudiera ver en mí. Solo veía mi piel pálida, mi torpeza, mi anatomía sin músculos. Se hizo cargo de hacerme ver todos mis defectos, como si yo no los conociera ya, y para asegurarse de que los había entendido, los señalaba en público. Sus palabras quebrantaron mi autoestima. Muchas veces quise reportarla, pero me abstuve porque era muy claro para mí con quién de las dos se aliaría la monja.
Fue una carta que le escribí la que finalmente le movió el piso. Mis palabras ya no eran las de aquella niña que la imitaba desesperadamente, pero las de la niña que era yo realmente. Vertí todas mis verdades en aquella carta, revelando las heridas que sus palabras, siempre llenas de veneno, habían abierto, así como mi necesidad de que las viera, a ver si podía cerrarlas. Cuando leí esas palabras, también en público, que es como mejor funciona, algo movió la aguja. Fui tan honesta como se puede ser a los 12 años, y cuando terminé la lectura, la vi parada sin parpadear al otro lado del salón. Me escuchó. Fue claro para mí que nunca se dio cuenta del dolor que me había causado por tantos años. Caminó hacia mí, y con cada paso que dio, abandonó su crueldad, y me ayudó a sanar.
Y también quiero hablarte a Colombia, el país que llamé mío por 30 años. Colombia me habló todos los días, a través de periódicos y personajes políticos. Sus palabras de guerra, miedosamente eternas, me hicieron temer sus calles y al mismo tiempo acostumbrarme al miedo. Su lenguaje siempre fue y continúa siendo un lenguaje violento. Se habla en los llanos y en las montañas, en sus costas y en las ciudades interiores. A veces esa violencia se sentía tan lejos que parecía no ser parte de mi propia historia. Parecía que yo era un simple observador de una tragedia ajena. Sin embargo, de alguna manera era siempre mi propia tragedia, porque como cada criminal y cada víctima que ocupan aquella dolorosamente hermosa geografía, aprendí que la violencia estaba encarnizada en mi identidad. Estaba escrita en mi frente. Era visible a todo el mundo en cada aeropuerto. Era visible a todo extranjero que conocí en mi propia tierra. Era visible a todo compatriota en cuya frente estaba impresa la misma leyenda, igualmente visible para mí.
Fue siempre desalentador ver a Colombia sangrar sin nunca llegar a morir. Sed de sangre fue su historia, injusticia e impunidad sus más destacados atributos. Sus palabras de violencia importaron, porque me hicieron sentir avergonzada de mi pasaporte rojo, que a veces solo se sentía como el recordatorio de que inevitablemente yo pertenecía a esa violencia. Sin embargo, también importaron porque despertaron en mi la necesidad urgente de aliarme con los oprimidos, luchar contra mi propia indiferencia y miedo, ser un instrumento, aunque imperfecto, de cambio. Aquella Colombia violenta me llevó a estudiar derecho, no para litigar, sino para escribir sobre ella, por ella y contra ella.
Y quiero hablarles a todos los opresores de este mundo que no conozco suficiente. Los que he conocido a lo largo de mis ya no pocos años me han hablado con palabras de odio, intolerancia y terror. Sus palabras han descuartizado la dignidad de aquellos que lucen, piensan y sienten diferente. Sus palabras han aniquilado el sentimiento de valía de millones cuyas almas han sangrado por siglos en cada rincón de la tierra, como si todo el que es diferente fuera un invasor. Las palabras de aquél que oprime importan, porque muestran cuán despiadado puede llegar a ser el ser humano. Por cada ser que tiene voz, miles son silenciados. Las palabras del opresor importan porque construyen un mundo donde no quiero que viva mi hijo. Un mundo de inequidad donde los privilegiados son pocos.
Y quiero hablarles, desde luego, a los oprimidos. A los vulnerables. A todos aquellos que han sido sometidos de una u otra forma por una minoría tiránica y cuyas palabras son palabras de persecución, tortura y exclusión. El dolor y el miedo que han tejido la historia de los muchos oprimidos son una herida abierta en la humanidad, y serán siempre una cicatriz indeleble, si es que la herida cierra. Sus palabras importan porque también son palabras de esperanza y libertad, y me siento avergonzada de las veces que no elegí salir de mi ignorancia, asumiendo que no era yo a quien esas palabras se dirigían, cuando en realidad siempre me urgían a escuchar.
Y quiero hablarle a mi hijo, que siempre defiende sus creencias y principios. El me habla con palabras de intransigente optimismo. Siempre amables, sus palabras de fe en la humanidad navegan hasta mi corazón incluso si las aguas son peligrosas y turbulentas. Sus palabras importan porque me recuerdan el poema de amor que quiero que sea el mundo, y que debo hacer mi parte, porque ese poema no se escribe solo. Sus palabras importan porque me invitan, al mejor estilo de Mario Benedetti, a no quedarme inmóvil al borde del camino, a no congelar el júbilo, a no querer con desgana.
Escribo, en fin, para todos los padres e hijos, monjas y “bullies” del mundo. Escribo para opresores y oprimidos, amigos y extraños, tantos como mis palabras me permitan alcanzar. Sus palabras le han dado forma a mi percepción del amor y el odio, la represión y la libertad, la esperanza y el desaliento. He sido también madre y “bully”, he oprimido y he sido oprimida, he sido amiga y extraña, nacional y extranjera. He hablado con las mismas palabras y he conocido igualmente justicia y prejuicio. Escribo porque somos todos espejo y reflejo. Las palabras, propias o ajenas, nos cambian. No hay razón para presenciar esa metamorfosis en soledad. Puede que mis palabras no vengan en páginas todas cocidas y armadas en una carátula de cuero, pero ya he aprendido que no es la carátula lo que hace que las palabras importen.