La pequeña ciudad de Ipiales, en Nariño, Colombia, alberga bajo sus nubes verdes pedazos de mi vida que han quedado indeleblemente adheridos a mi memoria. A pesar de mis cortos años (6) y de la brevedad de mi estadía (6 meses), me basta cerrar los ojos para transportarme a Ipiales y revivir cada episodio nítidamente, como si fuera un juego de realidad virtual. Algunos de esos pedazos son filudos como un cuchillo, y aunque al recordarlos sienta que otra vez me cortan, he visitado Ipiales en mi mente más de un millón veces tratando de encontrarles sentido. Otros pedazos se me vienen a la cabeza solo de vez en cuando, y dejo que lleguen y se vayan sin mayor introspección.
Silenciosas o vociferantes, mis vivencias en Ipiales, todas ellas, han caminado conmigo a través de los años. Han moldeado mi carácter y me han enseñado lecciones importantes sobre la naturaleza humana. Me han hecho a la vez débil y poderosa, cobarde y tenaz, herida e integra.
Hoy que estoy buscando la génesis de las ideas que tengo sobre “ser blanco”, Ipiales vuelve a edificarse en mi memoria como el escenario de experiencias que en su momento parecieron inocuas pero que en realidad querían revelarme un aspecto fundamental de la sociedad colombiana. Una sociedad dañada a la que pertenecí por muchos años.
En 1977, tras haber asimilado nuestra nueva rutina en Ipiales por un par de meses, mi hermana y yo fuimos seleccionadas para encabezar un desfile escolar, junto a otra pequeña niña, a quien llamaré Cecilia. Recuerdo que el evento era una actividad importante para la comunidad. Las calles fueron despejadas para permitir que la larguísima fila de estudiantes marchara fluidamente, como el agua de un río fluye a lo largo de su cauce, y una gran cantidad de gente salió de sus casas y se aglomeró a lado y lado de las vías para observar el desfile. Cecilia tenía puesto un lindo vestido blanco que le llegaba hasta el suelo, y mi hermana y yo nos vestimos con el uniforme solemne del colegio. Todas las demás estudiantes enfilaron detrás nuestro, uniformadas deportivamente.
Nunca entendí porque tenía que participar en el desfile, y mucho menos porque tenía yo que encabezarlo. Sin embargo, a mis 6 años, supe que mi aversión por las multitudes, el ejercicio y vestirme de falda (todo lo cual estaba implicado en aquel evento escolar) no era suficiente para explicar por qué me sentía tímida, incomoda y desmotivada. En retrospectiva, me parece que sentí que no merecía el rol protagónico que me fue asignado.
Pocos días después del evento, escuché a alguien decir que mi hermana y yo habíamos sido la elección perfecta, porque éramos las únicas niñas “blancas y monas” en el evento. Mis 6 años no me fueron suficientes para entender el alcance de ese comentario en toda su complejidad, pero sí me quedó claro que nuestro color de pelo y de mi piel de alguna manera nos separaban del resto, y me dio la impresión de que ser blanca y mona era mejor que ser como Cecilia y como el resto de estudiantes que marcharon en el desfile. Ahora entiendo que mi papel protagónico fue, por sobre todas las cosas, un privilegio.
Siempre me he sentido fuera de lugar, e incluso avergonzada, cuando me dicen que soy blanca. Y quizás el origen de ese malestar está ahí, en Ipiales, como una herida más entre el montón de heridas que se abrieron en esa ciudad y que, por ser más obvias para mí, he dedicado más tiempo e intención para sanar.
Habiendo crecido en la capital colombiana, el concepto de raza no fue nunca un referente de identidad para mí. Nunca me pensé en términos de raza cuando viví en Colombia, pero en cambio el complejo conjunto de ‘clases’ que conforman, y la vez dividen profundamente, a la sociedad colombiana fue el marco constante para determinar quien era yo, en mis propios ojos y en los ojos de los demás. Muchas veces me sentí afortunada de lo que tenía, y avergonzada de lo que no tenía, pero nunca me sentí privilegiada por ‘ser blanca’. Mi familia nuclear nunca ha sido pudiente, y fui educada en la convicción de que el trabajo duro es la única forma de ganar o merecer lo que uno tiene. También aprendí de primera mano que el trabajo duro no necesariamente significa que uno efectivamente obtendrá lo que uno quiere o se merece. En el contexto colombiano, que me llamen ‘blanca’ no me hace pensar inmediatamente en ‘raza’ pero lo interpreto como una premisa, que me fastidia hasta los huesos, de que la persona que soy no tiene nada que ver con lo duro que he trabajado para convertirme en ella.
En Canadá, mi hogar desde hace más de 15 años, la conversación es necesariamente distinta. Raza, mas que clase, es un referente constante de identidad, y cuando me dan la oportunidad de identificarme racialmente, lo cual pasa frecuentemente en documentos gubernamentales o provenientes de la sociedad de abogados de Ontario, a la cual pertenezco, elijo identificarme como hispánica. Sin embargo, incluso en Canadá, donde soy canadiense pero a la vez inmigrante de origen hispánico, de acuerdo con el registro que he querido crear sobre mí, algunos me perciben ‘blanca’. Este hecho ciertamente lleva mi fastidio por la idea del ‘ser blanco’ a unas aguas que todavía no he aprendido a navegar.
El recuerdo del desfile en Ipiales no me visita a menudo, pero con cada visita, el recuerdo de aquel comentario sobre el color de mi piel es su compañero indefectible. Detrás de esas palabras tan casualmente pronunciadas después del desfile se esconde un complejo sistema de privilegio y poder. No eran palabras que una persona sin educación usó graciosamente para ‘halagarnos’ a mi hermana y a mí. Por el contrario, reflejaban la cultura política (v.g., visión del mundo) de la sociedad colombiana. Revelaban un sistema erigido sobre una base de desigualdad social, y alimentado por ella. Me atormenta la idea de que esa visión del mundo haya influido sin darme cuenta mis propias creencias y actitudes. Necesito entender ese sistema y el papel que juego en él.
Es difícil para la gente blanca hablar de privilegio de los blancos. Para algunos, la conversación es difícil precisamente porque no se sientes poderosos o privilegiados a pesar de su color de piel. Para otros, el llamado de atención a su privilegio es interpretado, equivocadamente, como una acusación de racismo que necesita inmediatamente ser contrarrestado con una defensa apropiada, sea rabia, culpa o frustración. Creo que de eso se trata lo que la socióloga Robin DiAngelo denomina “fragilidad blanca” (“White fragility” en inglés).
No es posible descomponer este recuerdo de Ipiales en todas sus partes en una sola reflexión. La simplicidad de esta historia esconde temas increíblemente complejos, y el propósito de esta serie de cortos artículos es explorarlos, analizarlos y tratar de entender mis propias perspectivas y responsabilidad social a la luz de ese análisis. Es un proceso de auto-educación e introspección en el que estoy empeñada, y quiero iniciarlo estableciendo lo que parece obvio: es hora de enfrentar la molestia que me produce el ser catalogada como ‘blanca’. Es importante hacerlo porque a pesar de venir de una familia de modestas condiciones económicas y sin poder social en Colombia, a pesar de auto-identificarme como hispánica en Canadá, es posible que esté andando por la vida disfrutando un privilegio por el que no he trabajado. Si otros me perciben “blanca’, tengo la obligación moral de preguntarme si estoy haciendo lo que me corresponde para desmantelar el sistema de desigualdad que siempre condeno, o si de pronto he contribuido, inadvertidamente, a perpetuarlo.